Gemelos en su capacidad de destrucción de las sociedades y avasallamiento de la población, el nazismo y el comunismo comparten la multiplicación de los suicidios. Confluyen en esta nefasta eminencia las precariedades materiales (con el hambre como mayor tormento), la falta de libertades, la violencia en todos los campos de la vida, el desamparo, la falta de perspectivas de futuro y, lo más devastador, la aniquilación de la esperanza.
Aún en el desbarajuste de la guerra y en el secretismo propio de los totalitarismos, el estalinismo y el Tercer Reich consignaron cifras, que han quedado documentadas en las numerosas publicaciones acerca de los horrores de ambos sistemas, donde puede hacerse seguimiento a las oleadas de suicidios que se producían cada vez que se recrudecían las ya calamitosas condiciones de vida. La dictadura comunal de Maduro, en cambio, al zafarse de toda contraloría se sacudió también la estadística y, ya desde hace años, las únicas cuentas en todos los ámbitos públicos son las que llevan los periodistas, las ONG y algunas individualidades. Gracias a estos meritorios factores se han podido acreditar, por ejemplo, los casos que nutren los informes sobre Venezuela de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos HumanosMichelle Bachelet, y los recientes estudios adelantados por Cecodap y el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV).
Por el informe de Cecodap, “El suicidio infantil: un problema olvidado en medios de comunicación y políticas públicas de Venezuela”, acabamos de enterarnos de que la muerte por propia mano trazó una curva ascendente a partir de 2017, año en que también tuvo una brusca subida la Emergencia Humanitaria Compleja. «Anualmente», reza el estudio, «hemos encontrado un incremento significativo de este tipo de sucesos: en 2014 se reportaron 11 casos de suicidio de niños, niñas y adolescentes; en 2015, 14 suicidios; en 2016, 17; y en 2017, al menos 34».
Ese “al menos” no es una muletilla. Es una acusación directa a la falta de información confiable, al abandono en que el Estado venezolano ha condenado a la familia, a los menores, así como a los quebrantos mentales. De hecho, como resume una gacetilla de Cecodap: «Uno de los hallazgos más relevantes del informe es que en el país no se mencionan a los niños, niñas o adolescentes en los programas de salud mental. Es decir, que se deja un vacío muy grueso sobre la falta de protección de esta población para tratar casos de depresión y salud mental». Un vacío que se corresponde con la falta de centros de salud psiquiátrica especializados en niñez. El niño venezolano desesperado cuenta con la poca familia que le queda en el país, con los maestros (cuando los ve), y pare usted de contar. No hay datos, no hay instituciones, no hay presupuestos, no hay profesionales para estos menores.
La investigación señala que para 2019, los casos de suicidios de la infancia llegaron a 88; y solamente en el primer semestre de 2020 el Observatorio Venezolano de Violencia enteró 19 casos más. La hiperinflación del horror. Más dramático si se toma en cuenta que este registro se hizo con información emanada de la prensa, es decir, de los perseguidos, acallados y censurados medios de comunicación, porque para el Estado los niños que no encontraron más opción que la muerte no existen.

“No hay datos, no hay instituciones, no hay presupuestos, no hay profesionales para estos menores”

¿Qué puede haber llevado a esas criaturas a poner fin a su existencia? Según el informe, 50,7% por conflictos familiares; 3,8% por abuso sexual, 3,8% por trastornos psiquiátricos. Del resto, 30,8%, no se identificó la motivación.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha establecido que el 79% de todos los suicidios en el mundo tienen lugar en países de ingresos bajos y medianos. No hay que ser malicioso, pues, para apuntar una relación entre la catástrofe de Venezuela y el aumento en los suicidios de niños y adolescentes. Como tampoco hay que buscar a Dios en las esquinas si se relaciona este horrible fenómeno con los de la emigración forzada y los niños dejados atrás. En 2015 se dio a conocer una investigación según la cual un tercio de los niños dejados atrás de China tenía tendencias suicidas. Esto, según datos oficiales… Cuál será la realidad (en China). En fin, lo que sí se sabe es que buena parte de estos menos desmoralizados había dejado la escuela y tenían dificultades para alimentarse, dos plagas cernidas también entre los menores venezolanos. Piénsese que, en abril de 2020, se calculaba que había 966.899 niños y adolescentes dejados atrás por la migración forzada de sus padres.
Casi un año después (y no cualquier año, el de la pandemia), la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, le explica al mundo, en un discurso de pocos minutos, que: «Desde septiembre, el acceso a los servicios básicos, como la asistencia médica, el agua, el gas, los alimentos y la gasolina, ya escaseando, se ha visto aún más limitado». Que el salario medio en Venezuela está «por debajo de 1 dólar estadounidense al mes, mientras se estima que el precio de la canasta de alimentos ha aumentado un 1.800% en el último año». Y «que alrededor de un tercio de los venezolanos están en situación de inseguridad alimentaria».
Una tragedia. Demasiado prolongada. Las víctimas son cada vez más. Cada vez más vulnerables. Cada vez más pequeñas.
Fuente: La Gran Aldea